Hoy con este discurso, pretendo explicar porque considero inútiles los esfuerzos realizados hasta hoy por salvar el quechua. No porque esta lengua no merezca la pena ser salvada, sino todo lo contrario; porque considero tan importante su preservación, que me preocupa la forma tan errada en la que el estado peruano afronta el problema de la posible extinción cada vez más cercana.
En 1940 dos de cada tres peruanos hablaba quechua. El día de hoy solo el 15% de la población habla la lengua. Son setenta y cuatro años en los que el número de hablantes se ha reducido escandalosamente y los más positivos augurios dicen que la disminución seguirá a este ritmo.
El principal problema, no solo del quechua, sino de muchas otras lenguas originarias; es el constante avance de la globalización. Antes, la población mundial vivía aislada por la dificultad del movimiento de un lugar a otro y este poco contacto e intercambio protegía los idiomas. Pero con la actual masificación del contacto humano, cada vez la mortalidad de los idiomas particulares o menos hablados aumenta. Estas conclusiones producto de la lucidez de la clase política, hicieron que los esfuerzos de conservación lingüística por el estado se enfocaran en zonas donde esta nueva tendencia mundial no había llegado. Por lo tanto lugares alejados en donde las lenguas originarias eran las dominantes.
Se emprendieron así, los grandes programas del estado. El de educación bilingüe por ejemplo. A los maestros de escuela se les empezó a enseñar las lenguas indígenas para así poder brindarles a los niños educación primaria y secundaria en su lengua natal. De eso ocho años aproximadamente.
Hace poco, se llevó a cabo una reunión organizada por activistas de la educación bilingüe en una comunidad del Cusco. En esta, una pareja de campesinos, los supuestos “beneficiarios” de esta inclusión educativa, explicaron por qué habían asistido: “Asistimos porque no queríamos que nuestros hijos fueran a la escuela para aprender el quechua. Si permitimos que eso suceda, nuestros hijos seguirán viviendo en este país sin ser parte de él.”
No quiero alentar estereotipos, pero para entender este manifiesto hay que ponerse en los zapatos de la típica familia quechuahablante, cuya empobrecida vida se ha visto limitada a una pequeña comunidad humana. Es así que la ambición largamente dominante de esa familia es la de permitir que sus hijos puedan vivir en un mundo más amplio. Lo que significa hablar castellano. O inglés.
Según esta lógica que asocia el quechua con fracaso, homogénea en las familias quechuahablantes; se rechaza toda instrucción en la lengua que por historia y tradición les pertenece. Esta situación obliga a negarles a sus hijos lo que por herencia es suyo.
El estado debería redirigir sus esfuerzos a las zonas urbanas y convertir así la curiosidad de las personas en una decisión y tal vez se encuentre en la ciudad lo que en el campo no se encontró, un aliado para la conservación.
Kale Cermeño
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